Dios no se asusta de mí. Quizá hayas visto la película
"Tarzán en Nueva York". Describe las divertidas aventuras de Tarzán y
Chita cuando son trasladados en avión desde la selva a la ciudad de los
rascacielos, donde todo les llena de asombro y les ocurren mil peripecias.
Chita protagoniza una de las sorpresas: al llegar a la
habitación del hotel ve reflejada su fea cara sobre el gran espejo del armario.
El susto fue tan descomunal que, lanzando un terrible bramido presa de pavor,
salió corriendo: no se imaginaba que aquel feísimo "monstruo" que ha
visto en la habitación es su propia imagen reflejada en el espejo.
La escena acaba bien: Chita se refugió en los brazos de
Tarzán, que la cogió con afecto, calmándola con sus caricias. Y es que Tarzán
quería a Chita como era: con sus pelos negros y largos, su rostro de irracional
y su mirada extraviada.
Dios nos quiere a cada uno de nosotros infinitamente más:
sabe mejor que nadie cómo somos; conoce nuestros fallos; no ignora que somos
miserables y que tenemos muchos defectos. Nos conoce mucho mejor que podemos
conocernos a nosotros mismos, y tiene en cuenta nuestras cosas buenas y
nuestros deseos de mejorar.
Dios no se asusta de nuestras fealdades.
Gracias, Dios mío, porque me quieres a mí y a cada uno más
que todas las madres del mundo puedan querer a sus hijos; no te asustas ante
nuestras torpezas, ni ante nuestras miserias, y nos acoges con un cariño
infinitamente mayor que el que tenía Tarzán a Chita. El problema es que cuando
yo voy descubriendo lo feo que soy (mis limitaciones, fallos, miserias, etc) me
puedo "medio asustar" y pensar que no me es posible ser santo, que no
puedo estar cerca de ti, entonces puedo desanimarme, olvidarme de que Tú me
quieres como soy, y alejarme de Ti. Que no me pase esto, Señor. Si alguna vez
me alejo de Ti, volveré corriendo a tu lado contándote lo que me pasa.
Coméntale
a Dios con tus palabras algo de lo que has leído.
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