Domingo de la Pasión del
Señor o de Ramos–Ciclo B (Marcos 14,1–15,47) – 28 de marzo de 2021
Faltaban dos días para la fiesta de la
Pascua, cuando se come el pan sin levadura. Los jefes de los sacerdotes y los
maestros de la ley buscaban la manera de arrestar a Jesús por medio de algún
engaño, y matarlo. Pues algunos decían:
—No durante la fiesta, para que la gente no
se alborote.
Jesús había ido a Betania, a casa de Simón,
al que llamaban el leproso. Mientras estaba sentado a la mesa, llegó una mujer
que llevaba un frasco de alabastro lleno de perfume de nardo puro, de mucho
valor. Rompió el frasco y derramó el perfume sobre la cabeza de Jesús. Algunos
de los presentes se enojaron, y se dijeron unos a otros:
—¿Por qué se ha desperdiciado este perfume? Podía
haberse vendido por el equivalente al salario de trescientos días, para ayudar
a los pobres.
Y criticaban a aquella mujer.
Pero Jesús dijo:
—Déjenla; ¿por qué la molestan? Ha hecho una
obra buena conmigo. Pues a los pobres siempre los tendrán entre ustedes, y
pueden hacerles bien cuando quieran; pero a mí no siempre me van a tener. Esta
mujer ha hecho lo que ha podido: ha perfumado mi cuerpo de antemano para mi
entierro. Les aseguro que en cualquier lugar del mundo donde se anuncie la
buena noticia, se hablará también de lo que hizo esta mujer, y así será
recordada.
Judas Iscariote, uno de los doce discípulos,
fue a ver a los jefes de los sacerdotes para entregarles a Jesús. Al
oírlo, se alegraron y prometieron darle dinero a Judas, que comenzó a buscar el
momento más oportuno de entregar a Jesús.
El primer día de la fiesta en que se comía el
pan sin levadura, cuando se sacrificaba el cordero de Pascua, los discípulos de
Jesús le preguntaron:
—¿Dónde quieres que vayamos a prepararte la
cena de Pascua?
Entonces envió a dos de sus discípulos,
diciéndoles:
—Vayan a la ciudad. Allí encontrarán a un
hombre que lleva un cántaro de agua; síganlo, y donde entre, digan al
dueño de la casa: “El Maestro pregunta: ¿Cuál es el cuarto donde voy a comer
con mis discípulos la cena de Pascua?” Él les mostrará en el piso alto un
cuarto grande, arreglado y ya listo para la cena. Prepárennos allí lo
necesario.
Los discípulos salieron y fueron a la ciudad.
Lo encontraron todo como Jesús les había dicho, y prepararon la cena de Pascua.
Al anochecer llegó Jesús con los doce discípulos. Mientras
estaban a la mesa, comiendo, Jesús les dijo:
—Les aseguro que uno de ustedes, que está
comiendo conmigo, me va a traicionar.
Ellos se pusieron tristes, y comenzaron a
preguntarle uno por uno:
—¿Acaso seré yo?
Jesús les contestó:
—Es uno de los doce, que está mojando el pan
en el mismo plato que yo. El Hijo del hombre ha de recorrer el camino que
dicen las Escrituras; pero ¡ay de aquel que lo traiciona! Hubiera sido mejor
para él no haber nacido.
Mientras comían, Jesús tomó en sus manos el pan
y, habiendo pronunciado la bendición, lo partió y se lo dio a ellos, diciendo:
—Tomen, esto es mi cuerpo.
Luego tomó en sus manos una copa y, habiendo
dado gracias a Dios, se la pasó a ellos, y todos bebieron. Les dijo:
—Esto es mi sangre, con la que se confirma la
alianza, sangre que es derramada en favor de muchos. Les aseguro que no
volveré a beber del producto de la vid, hasta el día en que beba el vino nuevo
en el reino de Dios.
Después de cantar los salmos, se fueron al
Monte de los Olivos. Jesús les dijo:
—Todos ustedes van a perder su fe en mí. Así
lo dicen las Escrituras: “Mataré al pastor, y las ovejas se dispersarán.” Pero
cuando yo resucite, los volveré a reunir en Galilea.
Pedro le dijo:
—Aunque todos pierdan su fe, yo no.
Jesús le contestó:
—Te aseguro que esta misma noche, antes que
cante el gallo por segunda vez, me negarás tres veces.
Pero él insistía:
—Aunque tenga que morir contigo, no te
negaré.
Y todos decían lo mismo.
Luego fueron a un lugar llamado Getsemaní.
Jesús dijo a sus discípulos:
—Siéntense aquí, mientras yo voy a orar.
Y se llevó a Pedro, a Santiago y a Juan, y
comenzó a sentirse muy afligido y angustiado. Les dijo:
—Siento en mi alma una tristeza de muerte.
Quédense ustedes aquí, y permanezcan despiertos.
En seguida Jesús se fue un poco más adelante,
se inclinó hasta tocar el suelo con la frente, y pidió a Dios que, de ser
posible, no le llegara ese momento. En su oración decía: «Abbá, Padre,
para ti todo es posible: líbrame de este trago amargo; pero que no se haga lo
que yo quiero, sino lo que quieres tú.»
Luego volvió a donde ellos estaban, y los
encontró dormidos. Le dijo a Pedro:
—Simón, ¿estás durmiendo? ¿Ni siquiera una
hora pudiste mantenerte despierto? Manténganse despiertos y oren, para que
no caigan en tentación. Ustedes tienen buena voluntad, pero son débiles.
Se fue otra vez, y oró repitiendo las mismas
palabras. Cuando volvió, encontró otra vez dormidos a los discípulos,
porque sus ojos se les cerraban de sueño. Y no sabían qué contestarle. Volvió
por tercera vez, y les dijo:
—¿Siguen ustedes durmiendo y descansando? Ya
basta, ha llegado la hora en que el Hijo del hombre va a ser entregado en manos
de los pecadores. Levántense, vámonos; ya se acerca el que me traiciona.
Todavía estaba hablando Jesús cuando Judas,
uno de los doce discípulos, llegó acompañado de mucha gente armada con espadas
y con palos. Iban de parte de los jefes de los sacerdotes, de los maestros de
la ley y de los ancianos. Judas, el traidor, les había dado una
contraseña, diciéndoles: «Al que yo bese, ése es; arréstenlo y llévenselo bien
sujeto.» Así que se acercó a Jesús y le dijo:
—¡Maestro!
Y lo besó. Entonces le echaron mano a
Jesús y lo arrestaron.
Pero uno de los que estaban allí sacó su
espada y le cortó una oreja al criado del sumo sacerdote. Y Jesús preguntó
a la gente:
—¿Por qué han venido ustedes con espadas y
con palos a arrestarme, como si yo fuera un bandido? Todos los días he
estado entre ustedes enseñando en el templo, y nunca me arrestaron. Pero esto
sucede para que se cumplan las Escrituras.
Todos los discípulos dejaron solo a Jesús, y
huyeron. Pero un joven lo seguía, cubierto sólo con una sábana. A éste lo
agarraron, pero él soltó la sábana y escapó desnudo.
Llevaron entonces a Jesús ante el sumo
sacerdote, y se juntaron todos los jefes de los sacerdotes, los ancianos y los
maestros de la ley. Pedro lo siguió de lejos hasta dentro del patio de la
casa del sumo sacerdote, y se quedó sentado con los guardianes del templo,
calentándose junto al fuego.
Los jefes de los sacerdotes y toda la Junta
Suprema buscaban alguna prueba para condenar a muerte a Jesús; pero no la
encontraban. Porque aunque muchos presentaban falsos testimonios contra
él, se contradecían unos a otros. Algunos se levantaron y lo acusaron
falsamente, diciendo:
—Nosotros lo hemos oído decir: “Yo voy a
destruir este templo que hicieron los hombres, y en tres días levantaré otro no
hecho por los hombres.”
Pero ni aun así estaban de acuerdo en lo que
decían.
Entonces el sumo sacerdote se levantó en
medio de todos, y preguntó a Jesús:
—¿No contestas nada? ¿Qué es esto que están
diciendo contra ti?
Pero Jesús se quedó callado, sin contestar
nada. El sumo sacerdote volvió a preguntarle:
—¿Eres tú el Mesías, el Hijo del Dios
bendito?
Jesús le dijo:
—Sí, yo soy. Y ustedes verán al Hijo del
hombre sentado a la derecha del Todopoderoso, y viniendo en las nubes del
cielo.
Entonces el sumo sacerdote se rasgó las ropas
en señal de indignación, y dijo:
—¿Qué necesidad tenemos de más testigos? Ustedes
lo han oído decir palabras ofensivas contra Dios. ¿Qué les parece?
Todos estuvieron de acuerdo en que era
culpable y debía morir.
Algunos comenzaron a escupirlo, y a taparle
los ojos y golpearlo, diciéndole:
—¡Adivina quién te pegó!
Y los guardianes del templo le pegaron en la
cara.
Pedro estaba abajo, en el patio. En esto
llegó una de las sirvientas del sumo sacerdote; y al ver a Pedro, que se
estaba calentando junto al fuego, se quedó mirándolo y le dijo:
—Tú también andabas con Jesús, el de Nazaret.
Pedro lo negó, diciendo:
—No lo conozco, ni sé de qué estás hablando.
Y salió fuera, a la entrada. Entonces cantó
un gallo. La sirvienta vio otra vez a Pedro y comenzó a decir a los demás:
—Éste es uno de ellos.
Pero él volvió a negarlo. Poco después, los
que estaban allí dijeron de nuevo a Pedro:
—Seguro que tú eres uno de ellos, pues
también eres de Galilea.
Entonces Pedro comenzó a jurar y perjurar,
diciendo:
—¡No conozco a ese hombre de quien ustedes
están hablando!
En aquel mismo momento cantó el gallo por
segunda vez, y Pedro se acordó de que Jesús le había dicho: «Antes que cante el
gallo por segunda vez, me negarás tres veces.» Y se echó a llorar.
Al amanecer, se reunieron los jefes de los
sacerdotes con los ancianos y los maestros de la ley: toda la Junta Suprema. Y
llevaron a Jesús atado, y se lo entregaron a Pilato. Pilato le preguntó:
—¿Eres tú el Rey de los judíos?
—Tú lo has dicho —contestó Jesús.
Como los jefes de los sacerdotes lo acusaban
de muchas cosas, Pilato volvió a preguntarle:
—¿No respondes nada? Mira de cuántas cosas te
están acusando.
Pero Jesús no le contestó; de manera que
Pilato se quedó muy extrañado.
Durante la fiesta, Pilato dejaba libre un
preso, el que la gente pidiera. Un hombre llamado Barrabás estaba entonces
en la cárcel, junto con otros que habían cometido un asesinato en una rebelión. La
gente llegó, pues, y empezó a pedirle a Pilato que hiciera como tenía por
costumbre. Pilato les contestó:
—¿Quieren ustedes que les ponga en libertad
al Rey de los judíos?
Porque se daba cuenta de que los jefes de los
sacerdotes lo habían entregado por envidia. Pero los jefes de los
sacerdotes alborotaron a la gente, para que pidieran que les dejara libre a
Barrabás. Pilato les preguntó:
—¿Y qué quieren que haga con el que ustedes
llaman el Rey de los judíos?
Ellos contestaron a gritos:
—¡Crucifícalo!
Pilato les dijo:
—Pues ¿qué mal ha hecho?
Pero ellos volvieron a gritar:
—¡Crucifícalo!
Entonces Pilato, como quería quedar bien con
la gente, dejó libre a Barrabás; y después de mandar que azotaran a Jesús, lo
entregó para que lo crucificaran.
Los soldados llevaron a Jesús al patio del
palacio, llamado pretorio, y reunieron a toda la tropa. Le pusieron una
capa de color rojo oscuro, trenzaron una corona de espinas y se la pusieron. Luego
comenzaron a gritar:
—¡Viva el Rey de los judíos!
Y le golpeaban la cabeza con una vara, lo
escupían y, doblando la rodilla, le hacían reverencias. Después de
burlarse así de él, le quitaron la capa de color rojo oscuro, le pusieron su
propia ropa y lo sacaron para crucificarlo.
Un hombre de Cirene, llamado Simón, padre de
Alejandro y de Rufo, llegaba entonces del campo. Al pasar por allí, lo
obligaron a cargar con la cruz de Jesús.
Llevaron a Jesús a un sitio llamado Gólgota
(que significa: «Lugar de la Calavera»); y le dieron vino mezclado con
mirra, pero Jesús no lo aceptó. Entonces lo crucificaron. Y los soldados
echaron suertes para repartirse entre sí la ropa de Jesús y ver qué se llevaría
cada uno.
Eran las nueve de la mañana cuando lo
crucificaron. Y pusieron un letrero en el que estaba escrita la causa de
su condena: «El Rey de los judíos.» Con él crucificaron también a dos
bandidos, uno a su derecha y otro a su izquierda.
Los que pasaban lo insultaban, meneando la
cabeza y diciendo:
—¡Eh, tú, que derribas el templo y en tres
días lo vuelves a levantar, sálvate a ti mismo y bájate de la cruz!
De la misma manera se burlaban de él los
jefes de los sacerdotes y los maestros de la ley. Decían:
—Salvó a otros, pero a sí mismo no puede
salvarse. ¡Que baje de la cruz ese Mesías, Rey de Israel, para que veamos
y creamos!
Y hasta los que estaban crucificados con él
lo insultaban.
Al llegar el mediodía, toda la tierra quedó
en oscuridad hasta las tres de la tarde. A esa misma hora, Jesús gritó con
fuerza: «Eloí, Eloí, ¿lemá sabactani?» (que significa: «Dios mío, Dios mío,
¿por qué me has abandonado?»)
Algunos de los que estaban allí, lo oyeron y
dijeron:
—Oigan, está llamando al profeta Elías.
Entonces uno de ellos corrió, empapó una
esponja en vino agrio, la ató a una caña y se la acercó a Jesús para que
bebiera, diciendo:
—Déjenlo, a ver si Elías viene a bajarlo de
la cruz.
Pero Jesús dio un fuerte grito, y murió. Y
el velo del templo se rasgó en dos, de arriba abajo. El capitán romano,
que estaba frente a Jesús, al ver que éste había muerto, dijo:
—Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios.
También había algunas mujeres mirando de
lejos; entre ellas estaban María Magdalena, María la madre de Santiago el menor
y de José, y Salomé. Estas mujeres habían seguido a Jesús y lo habían
ayudado cuando él estaba en Galilea. Además había allí muchas otras que habían
ido con él a Jerusalén.
Como ése era día de preparación, es decir,
víspera del sábado, y ya era tarde, José, natural de Arimatea y miembro
importante de la Junta Suprema, el cual también esperaba el reino de Dios, se
dirigió con decisión a Pilato y le pidió el cuerpo de Jesús. Pilato,
sorprendido de que ya hubiera muerto, llamó al capitán para preguntarle cuánto
tiempo hacía de ello. Cuando el capitán lo hubo informado, Pilato entregó
el cuerpo a José. Entonces José compró una sábana de lino, bajó el cuerpo
y lo envolvió en ella. Luego lo puso en un sepulcro excavado en la roca, y tapó
la entrada del sepulcro con una piedra. María Magdalena y María la madre
de José, miraban dónde lo ponían.
Palabra del Señor.
Reflexiones: Hernán Quesada SJ Hermann Rodríguez SJ José Antonio Pagola Fray Marcos
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